El artículo propone reflexionar sobre algunas problemáticas frecuentes de aprendizaje y conducta en niños de hoy que plantean un desafío a la hora de desarrollar cualquier actividad en la iglesia, para reenfocar así la tarea del maestro frente a estos casos particulares y brindar herramientas concretas para el abordaje.
Aquí están, éstos son
Camila tiene cinco años. Cuando todos los chicos de la escuela bíblica se ubican en ronda para escuchar la historia que contará la maestra, ella está en el otro extremo de la clase y, en realidad, parece estar en otro mundo.
Leandro tiene siete años. Se mueve para todos lados; toca todo lo que hay en el aula, incluso los materiales que el maestro apartó para ilustrar la lección de ese día. Habla en voz muy fuerte y hace preguntas cuyas respuestas nunca llega a escuchar porque ya está “haciendo lío” en alguna otra parte.
Pablito parece que siempre está alterado: busca provocar a los chicos del grupo quitándoles sus elementos, golpeándolos y hasta insultándolos. Cuando él está presente, cuesta mucho desarrollar la clase en paz.
Impotencia, rechazo, indignación, desesperación. Un poco o todo esto sentimos cuando, como maestros, tenemos alguno de estos niños en la clase de escuela bíblica u otra actividad infantil de nuestra congregación. Como si transmitir las verdades de la Palabra de Dios no fuera ya suficiente desafío, aparecen estos “chicos-problema” con todo el desafío que implica “llegar” a ellos.
Camila tiene cinco años. Cuando todos los chicos de la escuela bíblica se ubican en ronda para escuchar la historia que contará la maestra, ella está en el otro extremo de la clase y, en realidad, parece estar en otro mundo.
Leandro tiene siete años. Se mueve para todos lados; toca todo lo que hay en el aula, incluso los materiales que el maestro apartó para ilustrar la lección de ese día. Habla en voz muy fuerte y hace preguntas cuyas respuestas nunca llega a escuchar porque ya está “haciendo lío” en alguna otra parte.
Pablito parece que siempre está alterado: busca provocar a los chicos del grupo quitándoles sus elementos, golpeándolos y hasta insultándolos. Cuando él está presente, cuesta mucho desarrollar la clase en paz.
Impotencia, rechazo, indignación, desesperación. Un poco o todo esto sentimos cuando, como maestros, tenemos alguno de estos niños en la clase de escuela bíblica u otra actividad infantil de nuestra congregación. Como si transmitir las verdades de la Palabra de Dios no fuera ya suficiente desafío, aparecen estos “chicos-problema” con todo el desafío que implica “llegar” a ellos.
En el trabajo con maestros en el contexto escolar, muchas veces escucho las preguntas pronunciadas casi con temor o vergüenza: ¿Vale la pena invertir en estos chicos?, ¿aprenden algo?, ¿les sirve lo que uno hace para llegar a ellos? Generalmente, detrás de las preguntas se esconde la impotencia del maestro y, por qué no, aparece ese rechazo que estos chicos suelen despertar, ya que nos confrontan con nuestras debilidades y frecuente falta de herramientas. Nos dan ganas de salir corriendo, pero… ¿qué espera Dios de nosotros? ¿Cuál es la inversión que Dios quiere que hagamos? ¿A qué hemos sido llamados?
Sí, vale la pena
Una manera de encontrar respuestas a estas preguntas es mirar el ejemplo de Jesús. Los Evangelios (Marcos 5.1-20 y Lucas 8.26-39) relatan el encuentro de Jesús con el endemoniado gadareno, que ejemplifica una vez más el impacto no sólo radical sino integral de Jesús para con las vidas que se acercan a él.
Para este muchacho, el encuentro con Jesús tuvo un efecto puntual en cada aspecto de su vida. Jesús se encuentra con alguien desnudo y a los gritos, dañándose a sí mismo. Marcos 5.15 registra las consecuencias de la obra integral de Jesús en la vida de este individuo. “Y vinieron a Jesús y vieron al que había estado endemoniado, sentado, vestido y en su sano juicio, el mismo que había tenido la legión; y tuvieron miedo.”
Cuando alguien se le acercaba, nuestro Señor no sólo veía un espíritu necesitado, sino una persona total, con múltiples necesidades insatisfechas, y él se encargaba de todas ellas. La transformación que lleva a cabo Jesús, abarca la totalidad de la persona: lo físico, lo emocional, lo mental, lo social, lo espiritual.
Qué valioso testimonio que muestra lo que Jesús quiere hacer en la vida de las personas y la misión integral a la que nosotros, como sus hijos, fuimos llamados en la formación de nuevos discípulos. Muchas veces pensamos que nuestro lugar como maestros en la iglesia es el de atender sólo los aspectos “espirituales” del niño. Pero Dios nos convoca a comprometernos con una tarea integral. Ese compromiso involucra un mayor desafío, caracterizado por la misericordia y la compasión, y nos lleva a evaluar, repensar y redoblar nuestros esfuerzos y las herramientas con que contamos.
Una manera de encontrar respuestas a estas preguntas es mirar el ejemplo de Jesús. Los Evangelios (Marcos 5.1-20 y Lucas 8.26-39) relatan el encuentro de Jesús con el endemoniado gadareno, que ejemplifica una vez más el impacto no sólo radical sino integral de Jesús para con las vidas que se acercan a él.
Para este muchacho, el encuentro con Jesús tuvo un efecto puntual en cada aspecto de su vida. Jesús se encuentra con alguien desnudo y a los gritos, dañándose a sí mismo. Marcos 5.15 registra las consecuencias de la obra integral de Jesús en la vida de este individuo. “Y vinieron a Jesús y vieron al que había estado endemoniado, sentado, vestido y en su sano juicio, el mismo que había tenido la legión; y tuvieron miedo.”
Cuando alguien se le acercaba, nuestro Señor no sólo veía un espíritu necesitado, sino una persona total, con múltiples necesidades insatisfechas, y él se encargaba de todas ellas. La transformación que lleva a cabo Jesús, abarca la totalidad de la persona: lo físico, lo emocional, lo mental, lo social, lo espiritual.
Qué valioso testimonio que muestra lo que Jesús quiere hacer en la vida de las personas y la misión integral a la que nosotros, como sus hijos, fuimos llamados en la formación de nuevos discípulos. Muchas veces pensamos que nuestro lugar como maestros en la iglesia es el de atender sólo los aspectos “espirituales” del niño. Pero Dios nos convoca a comprometernos con una tarea integral. Ese compromiso involucra un mayor desafío, caracterizado por la misericordia y la compasión, y nos lleva a evaluar, repensar y redoblar nuestros esfuerzos y las herramientas con que contamos.
Manos a la obra
Investigar un poquito acerca de la vida del niño en cuestión es algo que suele ayudar a los maestros con los que trabajo. Seguramente podremos encontrar un porqué de su conducta, ya que indagando en su historia, en su contexto inmediato o en las circunstancias por las que está atravesando, casi siempre encontramos que detrás de ese comportamiento hay un real padecimiento. En general, no se trata de una sola causa sino de una combinación de varias de ellas. Los motivos más frecuentes que originan o mantienen los problemas de conducta o aprendizaje que estos niños pueden presentar son:
Investigar un poquito acerca de la vida del niño en cuestión es algo que suele ayudar a los maestros con los que trabajo. Seguramente podremos encontrar un porqué de su conducta, ya que indagando en su historia, en su contexto inmediato o en las circunstancias por las que está atravesando, casi siempre encontramos que detrás de ese comportamiento hay un real padecimiento. En general, no se trata de una sola causa sino de una combinación de varias de ellas. Los motivos más frecuentes que originan o mantienen los problemas de conducta o aprendizaje que estos niños pueden presentar son:
Problemáticas familiares, carencias, abandono, violencia, ausencia de un miembro importante de la familia, desatención, una familia disfuncional, necesidades afectivas insatisfechas, dificultades de los padres en la crianza, dificultades en la puesta de límites, falta de estimulación adecuada. O bien puede tratarse de trastornos orgánicos o psicológicos específicos y diagnosticables que provocan el problema de conducta o aprendizaje. En estos casos, siempre sugerimos promover que el niño sea visto por un profesional competente. Conocer y comprender las circunstancias que afectan al niño nos mueve a compadecernos por él y desear intervenir a favor suyo.
No quedarse con las primeras impresiones. Ver más allá de los hechos. Borrar estereotipos. Por lo general, muchos de estos “chicos-problema” ya están acostumbrados a no ser bien aceptados en ninguna parte, a llevar el mote de “molestos” y a que nadie se interese por ellos más allá de su comportamiento indeseado. Es necesario que vayamos con ellos, e intentemos por todos los medios entablar una relación donde los podamos conocer más acabadamente. Conocer sus gustos, qué lo entristece, qué hace durante la semana, su actividad favorita, el equipo de fútbol o la música que le interesa, cómo le va en la escuela, etc. Todo esto nos ayudará a conformar una imagen más completa de ese niño, y a no quedarnos con lo primero que vemos de él.
Plantearse objetivos. ¿Qué quiero lograr con este niño o niña? Muchas veces lo que sucede con esta clase de chicos es que vemos muy bien lo que NO podemos hacer con ellos: “No puedo lograr que preste atención.” “No me escucha.” “No se queda quieto.” “No obedece.” Sin embargo, es bueno que nos planteemos algo que queremos lograr para ellos: “Que pueda permanecer atendiendo por lo menos cinco minutos de la clase a lo largo de este mes.” “Que socialice por lo menos con uno de sus compañeros de clase.” “Que participe activamente en algún momento de la clase.” “Que experimente en la clase un clima que lo haga desear venir.” Muchas veces se trata de pequeñas metas, que hasta pueden parecernos poco significativas, pero se trata del comienzo de logros mayores. Y desde ya, que una vez puesto ese objetivo, la pregunta que nos haremos como maestros es: “¿Qué puedo hacer para ayudar al niño en ese logro?”
Plantearse objetivos. ¿Qué quiero lograr con este niño o niña? Muchas veces lo que sucede con esta clase de chicos es que vemos muy bien lo que NO podemos hacer con ellos: “No puedo lograr que preste atención.” “No me escucha.” “No se queda quieto.” “No obedece.” Sin embargo, es bueno que nos planteemos algo que queremos lograr para ellos: “Que pueda permanecer atendiendo por lo menos cinco minutos de la clase a lo largo de este mes.” “Que socialice por lo menos con uno de sus compañeros de clase.” “Que participe activamente en algún momento de la clase.” “Que experimente en la clase un clima que lo haga desear venir.” Muchas veces se trata de pequeñas metas, que hasta pueden parecernos poco significativas, pero se trata del comienzo de logros mayores. Y desde ya, que una vez puesto ese objetivo, la pregunta que nos haremos como maestros es: “¿Qué puedo hacer para ayudar al niño en ese logro?”
¡Hay muchas maneras de lograr objetivos! Tal vez pensamos que si no logramos que estos niños “se adapten” al esquema de la clase, entonces hemos fracasado en nuestra tarea. En realidad, yo creo que podríamos pensarlo a la inversa. Fracasamos si pensamos que nuestra única meta es lograr que los chicos “se adapten” a nuestra clase. Si nuestro objetivo como obreros del Señor es transmitir los principios del reino a la vida de los niños e impactar sus vidas con el mensaje integral de Dios, entonces la clase es sólo uno de los medios posibles, pero… ¡hay muchos más! Una visita en su hogar, ayudarlo con las cosas de la escuela, una invitación a merendar, una salida al cine o a la plaza, cualquier ámbito o situación será apta para transmitir algo más que una “lección”. Animémonos a generar nuevos canales de bendición.
Revisar el formato de la clase o actividad. Siguiendo con lo anterior, también es útil tener en cuenta cómo estamos diagramando la estructura de la clase bíblica o la actividad infantil en la que se incluyen estos niños-problema. Ya dijimos que por lo general se trata de niños con dificultades para estar quietos, para atender, para permanecer haciendo lo mismo por un rato, etc. En ese caso, podríamos pensar en cómo potenciar aspectos como la motivación y la participación activa o vivencial y cómo incluir aspectos lúdicos, recreativos, dinámicas grupales, etc. en nuestra clase. Generalmente, este tipo de situaciones son más significativas para cualquier clase de niño y, en especial, producen mejor impacto en niños con dificultades de conducta o aprendizaje.
Elogiar y premiar los pequeños cambios. Algo que sugiero siempre a los maestros en la escuela, es que se tomen un momento para expresarle de manera sencilla al niño lo que se espera de él. “Me gustaría que te unas a nuestra clase cada domingo, y que te quedes hasta el final. Hay muchas cosas que yo preparo para vos y los demás chicos que me gustaría que disfrutaras.” “Me gustaría que hoy te animes a jugar con los demás chicos.” “Espero que puedas estar sentado mientras hacemos esta actividad. Luego podrás levantarte.” Al tratarse de metas concretas y pequeñas, en poco tiempo podremos ver los logros. Es bueno que cuando eso ocurre, expresemos verbalmente nuestra satisfacción y reconocimiento al niño, ya que eso aumenta el estímulo para seguir avanzando en el camino.
Formar una red. Es conveniente que no nos sintamos solos en el trabajo con estos niños, ya que muchas veces se trata de una tarea frustrante. Debería ser prioridad poder compartir con otros nuestra carga, ponerlos en oración, tender una red de recursos donde buscar soluciones a las diferentes necesidades del niño para no hacernos “solos” cargo de todo. Incluso, en el caso de niños con trastornos graves, es importante en primer lugar que estemos informados para saber identificar y detectar cuándo estamos frente a una problemática seria, y luego, generar una charla con los adultos a cargo del niño, en la que podamos sugerir la consulta profesional y brindarle a la familia todo el acompañamiento necesario en ese recorrido.
¡No cansarse! Todos los que frecuentamos el trabajo con esta clase de niños, por experiencia sabemos que es una tarea que se codea con lo imposible, con la frustración y que más de una vez nos da ganas de “tirar la toalla”. Sin embargo, el poder de nuestro Dios se perfecciona en nuestra debilidad (2 Corintios 12.9), y tal vez nosotros sembremos para que otro coseche; pero Dios no permitirá que esa semilla deje de dar fruto.
María Laura Panero